Jack
Distrito de
Shingashina
-¿Una flor, señor? -le pregunté al caminante, ofreciéndole uno de mis productos.
El señor, de
mediana edad, se detuvo y observó la planta que portaba en mi mano.
-Ah, debes de ser la hija de los floristas que se están haciendo tan populares -respondió él bruscamente-. ¿Hoy estáis por aquí?
-En efecto, señor -afirmé.
Él soltó un bufido
y soltó el precio justo de la flor en mi otra mano, añadió un poco
de más y agarró su compra.
-Solo porque a mi mujer le apetecía tener una de estas en casa -declaró. Se puso a mi altura y se dirigió a mí en voz baja-. Por mí, y por la propina que te he dado, tú y tus padres os marcharéis mañana mismo. ¿Entendido?
Asentí. El hombre
me miraba con unos ojos que despreciaban todo mi ser.
-Debéis comprender que la sociedad está conforme con la situación actual -continuó. Me mantuve en silencio, sin poder mirarle a los ojos, con la cabeza baja y el ánimo cayendo cada vez que más argumentos salían de su boca y me atacaban.-. Si no, ya se habría rebelado por salir de estas barreras en este tiempo.
Dicho eso, se
levantó sin dejar de perder la mirada de arrogancia fijada en mí y
creó una sonrisa forzada.
-En fin -me sonrió con falsedad-, disfruta de tu vida, pequeña.
Se dio la vuelta y
pude vislumbrar su encorvada espalda alejándose de la calle. Yo abrí
las palmas de mis manos. Una estaba vacía, y en la otra, varias
monedas estaban posadas en ella. Medité, aquella conversación no
había sido normal.
Desde que había
llegado al último distrito de la gira de nuestro negocio, la gente
tenía una personalidad muy mezclada. Estar viviendo al límite del
exterior, mas sabiendo que se encontraban a salvo... debía de confundirles.
Nosotros, mi madre,
mi padre y yo, no teníamos ninguna intención en transformar la
visión del mundo mediante nuestro trabajo. Con el paso del tiempo,
en los viajes, los pueblerinos relacionaban nuestras flores con un
símbolo de esperanza. Las vallewich eran típicas en mi villa por su
alta resistencia y duración. No eran especialmente elegantes o
atractivas, sino de tamaño pequeño, de un color plano y una sola
capa de pétalos. Lo más destacado de ellas era su olor, desconocido
para los habitantes del sur, que traían el aroma fresco de nuestra
zona. Aquí, alegraban un poco el ambiente de los hogares.
Fui a sacar otra
vallewich del cesto que cargaba en mi brazo izquierdo, cuando noté
que ya se había vaciado. Suspiré. La jornada había acabado, aunque
no con el estado habitual que esperaba.
Si mis padres
también habían agotado sus existencias, regresaríamos a casa
después de 6 años. Apenas recordaba algo sobre ella, habíamos
deambulando por tantos lugares que se habían disipado los pocos
recuerdos que guardaba de mi hogar, pero sentía la atracción de mi
morada natal.
Aun así, había
algo más importante en esos momentos. Después de ir a la posada a
informar a mis padres, pasaría la tarde con Rick y Melly. Solo
faltaba que ellos hubieran terminado y, además, encontrarles si lo
anterior no ocurría.
Me dirigí a la
plaza principal del distrito y entré en la posada donde nos
estábamos hospedando. Los clientes ya estaban bebiendo sentados en
sus taburetes, riendo de lo más absurdo y abscenos a lo demás.
Entre la multitud me abrí paso y subí las escaleras que me llevaban
a las habitaciones.
Me acordé de que la
puerta estaba situada al fondo del pasillo a la izquierda, por lo que
seguí mi memoria y llamé a la puerta suavemente. Oí un “pase”
con un tono femenino. Cuando mi acceso fue permitido, giré el
picaporte y empujé la gruesa hoja de madera.
La sala era amplia
para un número tan reducido de personas y había varios muebles a
disposición de los huéspedes. En uno de ellos, una sencilla cómoda,
deposité mi cesto de mimbre hecho a mano listo para rellenar y
avancé unos pasos para reencontrarme con mis padres. Tras
reconocerme, mi padre me saludó:
-Hola, cielo -dijo con dulzura-. ¡Vaya! ¡Qué rápido has acabado tu turno!
Mi madre no estaba
tan sorprendida, en cambio, no se había dado cuenta de mi
presencia. Estaba charlando con su hermano, ya que mis tíos han
decidido seguir nuestra ruta para comercializar con la madera, su
oficio familiar. Tenía a mi prima adormilada, Gwen, apoyada en sus
piernas y rodeándola con sus brazos, mientras hablaba con su hermana
menor. Su marido carraspeó un poco y la mujer reaccionó. Me miró y
la alegría inundó su rostro.
-¡Hija, querida mía! -antes de que pudiese seguir hablando un invitado la interrumpió.
-¡Jack!
El mellizo de Gwen y
mi primo Gilbertn saltó del sofá y vino corriendo a abrazarme con
locura.
-¿Qué tal, Gil? Has crecido un montón desde la última vez -le acaricié el pelo rizado -. ¡Ya me vas a alcanzar!
La risa de Gilbert
me contestó. Vergonzoso, regresó con su madre, que me comunicó un
mensaje.
-Jack, si buscas a tus amigos...
En ese instante la
puerta se abrió inesperadamente y dejó pasar a ...
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